Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Las cookies engordan

Un día se me ocurrió echar un vistazo a la web de una conocida tienda de deportes con la intención de equiparme convenientemente para practicar -de una vez por todas y en serio- la natación. Inmediatamente concluida la labor de investigación, cada vez que ingresaba en cualquier otra página, surgía como de la nada en la pantalla de mi ordenador todo el catálogo de bañadores de esa marca. Estos últimos días, en cambio, con lo que me bombardea la pantalla es con ofertas de vuelos baratísimos, resultado de mis arduas gestiones para organizar un viaje económico a Dublín. He aquí el pantallazo de prueba.


Hubo un tiempo incluso que, sin ser consciente de haber iniciado ninguna búsqueda sobre planes de adelgazamiento, la red me acosaba con todo tipo de productos para mantener la línea. Aunque para experiencia "traumática" la que sufrió un conocido mío que cada vez que encendía su PC y revisaba la prensa online, se le llenaba la pantalla de señoritas en lencería fina. Y todo porque un día cedió su puesto de trabajo a una compañera que tenía cierta urgencia en revisar las nuevas tendencias en moda interior, para animar una despedida de soltera, y la computadora almacenó la búsqueda como prioritaria. Durante un tiempo no se le ocurría conectarse a internet si no era en soledad (lo que levantaba aún peores sospechas).


La culpa de todo la tienen las cookies, esos ficheros de texto con información sobre nuestras visitas a internet que almacena la memoria del ordenador. Bueno, en realidad la culpa la tenemos los internautas comunes que damos el ok alegremente, sin pensar ni leer, cuando las páginas nos informan sobre su política de cookies. Tampoco cultivamos la sana costumbre de limpiar el historial al cierre de la navegación. Ni siquiera perdemos el tiempo en configurar con mimo las preferencias para evitar que nuestros usos y costumbres en la red sean monitorizados por la primera web que pisemos o, si lo son, que automáticamente nuestras huellas queden desintegradas con un simple clic. 

Aunque cada vez es más complicado sortear este férreo marcaje o quedarse al margen. Se supone que quienes desarrollan las páginas web utilizan estos archivos para facilitar la navegación a los usuarios, así que a veces desactivar las cookies provoca el efecto contrario. Vamos, que algunas cookies son estrictamente necesarias para la prestación de determinados servicios, por lo que, si se desactivan, despídete. El ilustrador Randy Bish refleja gráficamente el panorama complejo al que se enfrenta el común de los mortales.


Habrá quien considere una ventaja que su navegador recuerde cuáles son las páginas que más visita y se las guarde generosamente. Pero a mí me fastidia que el sistema almacene y recupere información sobre mis decisiones y hábitos de consumo. Soy de las que prefiero descubrir, buscar, explorar, cada vez una cosa y no necesariamente adecuada a mi perfil. Es lo que me pasó con Netflix durante el mes de prueba que disfruté coincidiendo con su llegada a España. Como primer paso tuve que elegir varias de las producciones de su archivo en función de lo que me interesaba y, una vez creado mi perfil, comprobé que solo me ofrecía películas y series de temática y factura similar. Si el cuerpo me pedía otra cosa, debía salir de mi identidad y rebuscar título por título entre su colección. Lo que en principio Netflix presenta como una ventaja, para que cada miembro de la familia viva su propia experiencia personalizada con recomendaciones ad hoc, en mi caso pincha en hueso, prefiero ser yo la que personalice mi experiencia como espectadora, no una máquina. Rarita que es una.

Así que tú verás, puedes aceptar las cookies, borrarlas o bloquearlas, lo que prefieras, y para eso simplemente debes configurar de manera adecuada tu navegador o acordar con él cuál quieres que sea tu nivel de privacidad. Es mi asignatura pendiente. No quiero que nadie decida qué publicidad debo ver o qué artículo puedo necesitar, en función de lo que consulto por internet. Y, por supuesto, quiero mi intimidad, no me apetece que el que venga detrás de mí a utilizar el ordenador se pueda llevar una idea equivocada (o demasiado precisa). Pero sobre todo, me fastidia que por unas cookies alguien me sugiera que debo perder peso. Hasta ahí podíamos llegar.

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