Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

jueves, 14 de abril de 2016

Wallapop, territorio comanche

La gente está fatal. Y la que uno se encuentra por internet, peor. Un buen termómetro para medir el equilibrio mental de las personas es su modo de proceder cuando interactúan virtualmente, en concreto en esas webs que surgen como plataforma de intercambio entre particulares para comprar y vender objetos de segunda mano. El padre de mis hijos es muy aficionado a darle una segunda oportunidad a las cosas que un día compró por capricho y que, pasado el tiempo, se confirma que resultaron ser una buena excusa para tirar el dinero. Se trata básicamente de material deportivo y no sé si esta particularidad tiene relación con el perfil siniestro de los usuarios interesados en estos productos, pero muchos son para echarse a correr si te los cruzaras en un callejón oscuro. Las mejores anécdotas se las ha proporcionado Wallapop, que se presenta con el lema "Gana dinero vendiendo aquello que no usas y encuentra oportunidades cerca de ti".


La última ‘experiencia paranormal’ sucedía hace un par de días. El producto en venta, unas raquetas de nieve. El precio, 90 euros. La protagonista, una mujer a la que, a pesar de que el anuncio dice bien claro que no se aceptan regateos, trató de conseguir las raquetas con descuento utilizando la frase “Te las compro por 80 euros si me incluyes el envío”. Mi marido, armado de ironía, contestó “Te imaginas que te digo que sí? XDDD”. A lo que ella contestó: “¿Y por qué no? Las cosas se pueden decir de muchas maneras. Te imaginas que voy a Madrid y te rompo los dientes? Te ibas a reír entonces de tu puta madre”. Literal.

Otra vez la discusión vino también por un regateo. El producto en aquella ocasión era una riñonera, la vendía a 25 euros y el tipo ofrecía 15. No quedando satisfecho con el primer, “no gracias, no estoy interesado en tu oferta”, siguió acosándole con mensajes que llegaban a través de la aplicación a altas horas de la madrugada. Afortunadamente el teléfono estaba silenciado y no nos despertaron las notificaciones. El comprador en potencia llegó a preguntarle cuánto le había costado la riñonera de la discordia, una cuestión totalmente fuera de lugar -pienso yo- cuando uno trata de cerrar un negocio por esta vía. Después de dar otro poco más la paliza, se confesó dispuesto a llegar a los 20 euros. Mi marido, que no está particularmente dotado con la virtud de la paciencia, le hizo saber que seguir perdiendo el tiempo regateándole 5 euros no tenía sentido. Eso desembocó en un diálogo de besugos para al final decirle “chatear contigo es una pérdida de tiempo y además transmites estrés de cojo…”. Pensaréis que ahí terminó la relación. Pues no. El tipo siguió enganchado al chat para terminar utilizando aquello de “Sé dónde vives, vecino. Quizá te guste más decírmelo a la cara”. Desde entonces cuando me cruzo con los residentes en mi urbanización solo veo sospechosos. 

Wallapop ha resultado ser todo un territorio comanche. Hemos tenido hasta una pareja que buscaba una cama compacta para su hijo y que llegó a venir a casa a comprobar la calidad del mueble. El marido estaba muy convencido, pero ella no hacía más que poner pegas. Nada le satisfacía. Llegué a invitarla a subirse a la cama para probarla, ante la cara horrorizada de mis hijos, pero ni con esas. Al final se hizo la hora de la cena y se fueron dejándonos como al principio.

Otra vez pusimos a la venta el arco de un violín que conservábamos desde que a mi hija se le antojó emular a Paganini –o a Ara Malikian, para los que son más jóvenes- y probamos a apuntarla a clases, por si resultaba ser una virtuosa y no estábamos potenciando todo su talento. Luego, cuando descubrió que el aprendizaje de un instrumento implica mucho esfuerzo, la niña se desinfló. Pues bien, un tipo se interesó por la pieza que nos recuerda este negro episodio y pactaron verse para formalizar la venta. Llegado al punto de encuentro le esperaba un profesor de la antigua Europa del este que trataba de pillar algo barato para un alumno y convirtió la cita en un mercado persa, hasta el punto de regatear de 12 a 5 euros. Al final mi marido se cansó de discutir y se volvió con el arco a casa. Ahí sigue, cogiendo polvo encima de los libros en la estantería. 

Soy muy partidaria de la compra-venta de segunda mano entre particulares, fomenta la sostenibilidad y ayuda a la economía doméstica, pero estas experiencias que vive mi chico no me estimulan a lanzarme al vacío. Y me dicen que esto no es nada. Que si quiero saber lo que se mueve por ahí, que mire esta web, Wallapuff, un homenaje a la fauna y flora que navega por wallapop. ¡Madre mía! Las cosas que se venden dan para otro capítulo.

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