Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

martes, 5 de septiembre de 2017

Locos por las fiestas

Cada día me sorprende más el entusiasmo y despliegue de medios con que los ayuntamientos confeccionan el programa de sus fiestas patronales. Acabo de volver de las de mi pueblo, donde una de las actividades más populares es la mojada. Os he hablado de ella en alguna ocasión. Consiste en salir a la calle y esperar que te empapen. Normalmente las peñas van desfilando por un itinerario marcado y a su paso los vecinos van echándoles cubos de agua fría. Les acompaña una charanga para ir dando saltos al ritmo de la música mientras se calan. Porque no sé si habéis reparado en que cuando uno se moja tiende a dar saltitos, no sé por qué pero es así. El caso es que en un punto del recorrido, los participantes se encuentran con los bomberos que les rocían a manguerazos para que nadie se vaya seco a casa. Al final de la mojada, los mismos bomberos cambian el agua por la espuma y la gente termina por darse un baño como Dios manda. 


Otro de los eventos programados es la batalla del vino con denominación de origen, artísticamente bautizada como Toro en su tinta. La gracia está en ir vestido de blanco y aportar a la guerra buenas armas, es decir, llevar vino peleón, mezclado con agua para multiplicar la cantidad de munición, e ingeniárselas para disparárselo con pistolas, aspersores o cualquier elemento similar a quienes te rodean. La organización contribuye a alargar la batalla con dos enormes bidones con más vino aguado donde los guerreros pueden recargar las armas cuando agotan sus balas. En esto también colaboran los bomberos atizando agua a presión sobre el campo de batalla, con lo que alivian ligeramente las manchas de la indumentaria y de paso también los regueros granates que va dejando el caldo en los adoquines. 
No se han inventado nada en mi pueblo. Por San Pedro, en la localidad riojana de Haro se viene celebrando desde hace años la Batalla del Vino, que es fiesta de interés turístico nacional, y algún otro pueblo también ha incorporado en sus tradiciones esta de usar el jugo de la uva para ponerse como un Cristo, o más bien de color morado obispo.

Recuerdo haber leído que en la Semana Grande de San Sebastián hacían la Guerra del Merengue. Los participantes se tiraban 600 litros de este dulce y ganaba el que terminaba menos sucio.

Mucho más veterana es la tomatina de Buñol, de la que seguro habéis oído hablar; en la última edición 22.000 personas se reunieron para lanzar 160.000 kilos de tomates. A pesar de las críticas, los organizadores se defienden diciendo que esos productos están tan maduros que ya no son aptos para el consumo humano, así que en vez de acabar en el vertedero les dan un uso más lúdico. Me pregunto si no se les podría haber dado salida también vía gazpacho, aunque seguramente no tendría la misma difusión el asunto.

Cierro este recorrido agotador en la localidad alicantina de Ibi, donde cada 28 de diciembre celebran la Batalla de los Enharinados. Se trata de una guerra campal con verduras, petardos y harina con un poquito más de enjundia, ya que representa una lucha entre dos grupos satíricos para hacerse con el poder político del pueblo.

A juzgar por las caras de satisfacción de los asistentes, sus saltos, gritos, risas y cánticos, doy por hecho que debe ser muy divertido participar en cualquiera de esta especie de aquelarres, aunque a mí me echa para atrás la 'posfiesta', el engorro de tener que pasar luego por la ducha para reconocerte en el espejo, dar por perdida toda la ropa empleada y tener que limpiar el reguero de restos de la batalla que vas dejando por la casa. No sé tampoco lo que supondrá económicamente para cada uno de estos ayuntamientos organizar estas celebraciones; entiendo que deben ser rentables cuando cada año en los presupuestos reservan una partida a estos menesteres. 

En Matalpino, allá por 2011, en los peores años de la crisis, decidieron que como no podían pagar los toros para los tradicionales encierros y no era cuestión de disgustar a los vecinos ansiosos de celebrar, reconvertirían el evento en un boloencierro. La solución pasaba por fabricar una bola gigante de poliespán de 200 kilos y soltarla por el recorrido del encierro. Los mozos seguían corriendo pero ya no para evitar una cornada de toros pisándoles los talones, sino para que la megabola no les dejara como un sello. Tendría su gracia si no fuera porque en la edición de este año ha habido dos heridos, uno con un golpe en la cabeza y otro con varias costillas rotas. Vale, resulta más barato que los toros, pero a la larga puede costar más caro, visto lo visto.

En este punto, repasada toda esta gama de entretenimientos populares más o menos apetecibles, me asaltan varias dudas: ¿Por que en las fiestas populares parece que hay que ir a darlo todo, como si al día siguiente lo fueran a prohibir? ¿Por qué nos comportamos como si acabáramos de salir de un año de reclusión forzosa? Y lo que es más serio, ¿el contribuyente local, el que paga los impuestos con los que se sufragan estas diversiones bestias que se celebran a lo largo y ancho del país, está de acuerdo con la manera en que se gasta su dinero? Puede que haya quien prefiera que las fiestas patronales se limiten a un fin de semana con algo de música, comida y bebida, una pizca de deporte, cohetes y un poco de feria para montarse en el tiovivo o los autos de choque. Poco más. Quizá esas localidades tengan otras necesidades prioritarias. No sé, obras que afrontar, iniciativas sociales que impulsar, cualquier cosa seguro que más aburrida que rebozarse en tomate, merengue, harina o vino, pero mucho más limpia y de la que podría beneficiarse y disfrutar más gente. Porque al final, a este tipo de reclamos acude un puñado de ‘disfrutadores’ de un perfil bien concreto, que por lo general no suele coincidir con el del sufrido contribuyente. Es cierto que el ruido arrastra a muchos visitantes y a las televisiones, pero siempre me queda la duda de si eso se llega a traducir en algo más tangible que poner en el mapa a las poblaciones en cuestión. 

Que conste que no estoy abogando por suprimir las fiestas y convertir los pueblos y ciudades en lugares grises donde nunca pasa nada extraordinario -Dios me libre-. Pero en esta época en que la diversión y las emociones fuertes están al alcance de la mano de todo el mundo en cualquier momento, sin necesidad de que las organice y sufrague una administración pública, quizá los ayuntamientos podrían echar cuentas y afinar un poco más su puntería al elegir cómo venerar al santo patrón.

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